Jueves, Noviembre 21, 2024
Columna de Opinión

LA DEMOCRACIA CRISTIANA Y EL CENTRO POLÍTICO

Por Nicolas Mena Letelier, Militante DC.

En la era de la política moderna, vale decir, desde que se instauran las constituciones liberales y emergen los partidos políticos de masas, casi en todas las democracias occidentales han existido los partidos que se dicen de centro.

En Europa, la existencia de éstos tuvo especial significancia después de la segunda guerra mundial, tras la traumática experiencia de los regímenes totalitarios, en que la Democracia Cristiana jugó un rol fundamental en países como Alemania e Italia, siendo sin duda alguna, partidos que permitieron constituir alternativas democráticas y progresistas a la pugna por la hegemonía ideológica en pleno periodo de la Guerra Fría.

En nuestro país, podría decirse que el partido que jugó el rol de partido de centro durante la primera mitad del siglo XX fue el Partido Radical, que tiene su origen en el decimonónico partido Liberal, y que es consecuencia de sus posturas a favor del estado laico, en un Chile en que el clivaje era clericalismo versus anticlericalismo.

Este partido fue fundamental para una etapa del chile desarrollista, y gobernó con tres presidentes consecutivos en alianza con los partidos de izquierda chilena, fruto de una estrategia emanada del Partido Comunista Soviético, la de los Frentes Populares, que se propició como una forma de contrarrestar la política internacional de los Estados Unidos.

Pero dicha estrategia de alianzas terminó sucumbiendo durante el gobierno del Gonzalez Videla, con la Ley de Defensa Permanente de la Democracia, también como consecuencia de la  influencia norteamericana, lo que significó el comienzo de la decadencia del Partido Radical, hasta terminar aleándose con la derecha durante el gobierno de Jorge Alessandri, a tal punto, que hasta antes del “Naranjazo”, el candidato por la derecha para confrontar a Salvador Allende el año 1964 era Julio Duran, militante de dicho partido.

El quiebre del radicalismo llegaría pocos años después, en 1969, con la escisión hacia la derecha de la Democracia Radical, liderada por el propio Duran y Pedro Enrique Alfonso, y luego, con la creación del Partido de Izquierda Radical, el cual se sale del Partido Radical y de la Unidad Popular, en 1971.

Desde el retorno de la democracia, el PR ha subsistido en la política chilena no representando más de un 5% del electorado nacional.

El caso de la Democracia Cristiana es distinto, aunque corre el mismo riesgo.

En efecto, frente a un partido que podría decirse de centro pragmático, que tuvo la ductilidad de conformar alianzas desde el Partido Comunista hasta la derecha conservadora, la DC se caracterizó por representar algo distinto, si se quiere, un “centro” ideológico.

Este Partido, desde su nacimiento, siempre se definió a sí mismo como “más allá de izquierdas y de derechas”, y antes de 1973, fue heredero del voto de clase media del antiguo Partido Radical, pero con el ímpetu transformador que dicho partido ostentó cuando gobernó a comienzos de la década de los cuarenta, es decir, con un claro sello trasformador, incluso revolucionario, con un Eduardo Frei Montalva que propugnó en su programa de gobierno una “Revolución en Libertad”.

A excepción de la Confederación Democrática, CODE, constituida para enfrentar las elecciones parlamentarias de 1973 y que tuvo un fin meramente electoral, la DC chilena nunca estuvo en posiciones conservadoras y nunca gobernó con la derecha. Ni antes ni después del golpe.

Fue propulsora de la reforma agraria, quizás el cambio económico cultural más profundo del siglo XX, y de muchas otras políticas progresistas que tuvieron siempre la enérgica oposición de la derecha chilena, al tal punto de catalogar a Eduardo Frei Montalva como el Kerensky chileno, es decir, una surte de menchevique pavimentador del comunismo internacional.

Durante la dictadura militar, este partido sin duda alguna jugó un rol clave en la defensa de los Derechos Humanos y la recuperación de la democracia.

De esta forma, podría decirse que en la historia política chilena hemos tenido dos partidos que captaron la votación que algunos gustan llamar de “centro”, con dos vertientes claramente distintas, que, a su vez, representan la diferencia conceptual entre partidos programáticos e ideológicos. El Partido Radical, que hasta 1973 fue un partido de centro pragmático, y La Democracia Cristiana, la cual en Chile siempre se definió a sí misma como un partido de carácter ideológico.

Ahora bien, en la actualidad existe una corriente dentro de la propia Democracia Chilena que está bogando por cambiar completamente la característica ideológica del partido, haciendo de la DC un partido de centro pragmático, que pueda tener la flexibilidad de colaborar indistintamente con partidos de derecha e izquierda.

Esta fue durante décadas la posición de Gutenberg Martínez, quien finalmente renunció a la DC para formar su propio referente político, y es la actual posición de personeros como Genaro Arriagada e Ignacio Walker, llegando este último a sostener, a través de entrevista publicada en el diario La Tercera, que la Democracia Cristiana debería cambiar de nombre, llamándose Partido Democrático de Centro.

Lo curioso, es que quienes propugnan esta posición, los mismos que promovieron la desastrosa experiencia electoral del camino propio en las presidenciales del 2017, han adoptado una estrategia que pasa por ir llevando paulatinamente al partido hacia esa posición, pero sin hacerla explicita, ni menos fruto de una deliberación, es decir, por la vía de los hechos, rehuyendo el debate y saltándose la discusión abierta ante la militancia del partido.

A su vez, junto con ir en contra del carácter ideológico de la Democracia Cristiana, quienes reclaman el centro político como objeto de deseo electoral no reparan en que, en prácticamente todas las encuestas serias del último tiempo, esta denominación carece de significancia política, siendo superada masivamente por quienes no se catalogan de ninguna orientación. De acuerdo con la última encuesta CEP de octubre – noviembre de 2018, un 63% de la población no se identifica, ni con la derecha, ni con el centro, ni con la izquierda. Es decir; ¡con nadie! Y tampoco es correcto interpretar que quienes se dicen de centro, un 14% según dicha encuesta, adscriban a posiciones políticas de un partido equidistante de la derecha e izquierda. Por lo general, quienes se catalogan así, votan por personas, siendo más bien anti-partidos.

De este modo, se comete el error de seguir hablándole a un electorado que no existe, como si se tratara de un diálogo de sordos.

Bajo un diagnostico equivocado de la realidad actual, se ha perseverado en una estrategia de aislamiento respecto de los demás partidos de oposición, en base a una política que privilegia acuerdos coyunturales con el gobierno de derecha por sobre entendimientos de largo plazo con los demás partidos de izquierda en base a mínimos comunes programáticos, careciendo de una reflexión más profunda respecto de las causas de las últimas derrotas presidencial y parlamentaria, que nos permitan emerger con una posición clara, que nos vuelva acreedores de la confianza ciudadana.

De acuerdo con los estudios de opinión serios, la política en Chile, al igual que en parte importante del mundo, ha devenido en una en que los partidos políticos cada vez más, carecen de credibilidad, pues la gente ya no se identifica con ellos, siendo reemplazados por liderazgos individuales que encarnan valores y atributos muy específicos.

Este escenario de crisis de las instituciones tiene su origen en múltiples factores, siendo los más relevantes, la desconfianza producto de acciones reñidas con la ley y la ética pública, y la sistemática desideologización y perdida de proyecto colectivo, propio de la post modernidad, causada por el neoliberalismo, el cual desplaza la política como instancia de síntesis de intereses y resolución de conflictos, instalando al mercado en su reemplazo.

Asimismo, tras el fin de la guerra fría emergen en las sociedades otros problemas que se vinculan a nuevos conflictos, dejando atrás la discusión de lucha de clases que dominara la política de todo el siglo XX, caracterizándose por el predominio de un modelo en que el individualismo, el consumo y la satisfacción de estatus tienen preeminencia por sobre lo colectivo y aquellos valores propios de la vida en comunidad.

A esto, se suman fenómenos de interconexión global nunca vistos, que hacen del planeta tierra por primera vez en la historia de la humanidad un todo, amenazado por el riesgo real e inminente, también inédito en nuestra historia, de acabar con la civilización humana producto del calentamiento global y de una potencial guerra nuclear.

Ante esto, los partidos políticos, y de ahí en parte la crisis de la Democracia Cristiana, siguen aferrados a viejas respuestas más propias del los clivajes del siglo XIX que del XXI, que no le hacen sentido a la gente, y que en el caso chileno se ve agudizado por fenómenos sociales que mezclan una gran satisfacción por el progreso material alcanzado durante estas últimas décadas, con demandas por mayor horizontalidad en las relaciones interpersonales y por mayor estabilidad en el acceso a ciertos servicios y prestaciones básicas, como seguridad ciudadana, salud, empleo y educación.

De esta manera, pretender que, con la sola invocación a un electorado de centro, pragmático, táctico y vacío de contenido, se es posible salir de una crisis, es apostar por una realidad propia del siglo pasado.

La volatilidad de las preferencias políticas en nuestro país ha quedado demostrada tras las ultimas elecciones presidenciales, en donde personas que votaron en primera vuelta por Beatriz Sanchez votaron sin complejos en segunda por Sebastián Piñera.

Entonces, para que un partido como la Democracia Cristiana vuelva a emerger, debe comenzar por hacer diagnósticos correctos y ser capaz de interpretar adecuadamente la sociedad en la que se desenvuelve, superando esa pulsión obsesiva por mostrarse moderada y colaboradora, sin importar sus valores, principios ni esencia partidaria.

Así entonces, la Democracia Cristiana requiere volver a sus orígenes, cuales son, el de un partido ideológico, de ideas y convicciones progresistas, que nació para transformar la sociedad y no para administrarla, inspirada en ciertos mínimos éticos, que no obstante la crisis de las iglesias cristianas, siguen completamente vigente desde una perspectiva filosófica.

No hay nada más pernicioso que el querer ser de centro como fin último, sin entender que ese propósito no puede subordinar el actuar partidario. La categorización que nos haga la ciudadanía debe ser consecuencia de nuestro actuar, no al revés.

En definitiva, la idea de que la Democracia Cristiana sólo crece en la medida que adopta posiciones de “centro”, entendiéndose por éstas la plasticidad para negociar posiciones con derecha e izquierda por igual, constituye un grave error político, el cual no hará más que acelerar el proceso de declinación que ha experimentado los últimos años, corriéndose el serio riesgo de replicar fenómenos como el del Partido Radical, o el de otros partidos Demócratas Cristianos que terminaron desapareciendo de la escena electoral fruto de su incapacidad para leer los cambios y adecuarse a las trasformaciones experimentadas en la sociedad.

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